Bailaba abrazada al amor,
su figura pequeña y frágil
iluminando aquel salón,
no era una morocha fácil.
Ojos furtivos la miraban
alucinados de calor
y un cruel sudor los ahogaba
mientras gemía el bandoneón.
Melancólico dos por cuatro
anticipando la tragedia,
no pudo decirle a tiempo
qué pasaba en la trastienda.
El compadrito sigiloso
enterró la hoja en la espalda,
diciendo al oído del mozo:
te la tenía jurada.
Tendido en charco carmesí
a la morocha se aferraba,
peleando por volver en sí
mas la penumbra se acercaba.
Lágrimas negras se vaciaron
lavando el piso del salón,
nadie más la vio me contaron
y al compadrito alguien lo mató.
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